Carlos Fuentes
CIUDAD DE MEXICO.-Hay racismo, denunció el ex presidente Jimmy Carter. "¡Mentiroso!", le gritó desde su curul el diputado Joe Wilson, republicano de Carolina del Sur, al presidente Barack Obama, mientras éste pronunciaba su discurso ante el Congreso el pasado 10 de septiembre. Nada de eso, le explicó Obama al noticiero de CNN. Se trata, una vez más, de la viejísima disputa norteamericana sobre el papel del Estado. Obama no empleó los términos, discutibles, de populismo contra elitismo. Sin embargo, muchos ciudadanos plantean el conflicto como una oposición "popular" al papel excesivo del Estado.
La disputa no es nueva. Es uno de los debates más antiguos de los Estados Unidos desde que, en el primer gobierno independiente, el de George Washington, dos tendencias opuestas se manifestaron. Una, la del secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, favorable al federalismo, la industria y la ciudad. Otra, la del secretario de Estado y futuro presidente Thomas Jefferson, por un gobierno limitado, con el predominio político del país rural y dispuesto, según el propio Jefferson, a expandirse al Oeste (el Pacífico) y al Sur (el Caribe).
Esta oposición se ha venido repitiendo, a lo largo de la historia norteamericana, con temperaturas dependientes del momento económico y político. El presidente Andrew Jackson (1829-1837) consagró la fórmula jeffersoniana, con la descentralización de la banca. La pugna acerca del esclavismo provocó, en 1856, que el senador Preston Brooks, de Carolina del Sur, atacara a bastonazos al senador Charles Summer, de Massachussets, favorable éste a que Kansas no fuera un estado esclavista y furibundamente ansioso, aquél, de incorporar el nuevo estado a la confederación racista.
El presidente Franklin Roosevelt debió enfrentarse, como Obama, a una crisis económica que requería medidas drásticas de salvación. El Nuevo Trato ( New Deal ) de Roosevelt, es cierto, fue, por necesidad, más drástico que las medidas de Obama. Provocó una oposición escandalosa en el Congreso, en los medios, en la adjetivación belicosa de Roosevelt como comunista, socialista y judío (¡!). Hoy, los manifestantes contra la legislación de Obama en materia de seguridad médica y social, la industria automotriz y la energía usan epítetos similares: Obama sería, a la vez, comunista y fascista (¡!).
Como no es ni lo uno ni lo otro, el presidente de los Estados Unidos se presenta, sereno pero enérgico. ante el Congreso. Se expone a la ruptura del protocolo por el diputado Wilson, un ser prediluviano que quisiera que la bandera de la Confederación rebelde ondeara en el Capitolio de Carolina del Sur (en serio).
Recuerdo, a propósito de esto, una visita a una ciudad sureña hace pocos años, en la que la guía que nos proporcionaron se refería al Norte como el "enemigo extranjero".
El diputado Wilson representa estos viejos resentimientos. El presidente Roosevelt también debió soportarlos, sobre todo en las personas de dos demagogos. Uno, Huey Long, convirtió a Luisiana en un feudo personal y abanderó al "pueblo" contra la Federación y los millonarios. El otro, el padre Charles Coughlin, formó el Partido de la Unión para oponerse a Roosevelt, con una ideología antisemita y profascista.
Obama aún no se ha enfrentado con opositores tan notables. Las acusaciones contra sus reformas al sistema de seguridad rayan, en ocasiones, en el ridículo ("Obama quiere asesinar a nuestras abuelitas"). Los opositores de Obama son poco relevantes: Sarah Palin, el locutor de televisión Rush Limbaugh. Sin embargo, ya se manifiestan factores tan excesivos como la censura de noticias en la cadena Fox y la marcha en Washington, basada en la ignorancia, pero también en la tradición que aquí he descripto.
En su comparecencia ante el Congreso, el presidente Obama, con tono enérgico, aclaró de una vez por todas que las reformas en materia de salud no excluyen a nadie e incluyen a todos. Los que ya tienen seguro, lo conservan. O sea: la reforma propuesta beneficia no sólo a los que carecen de seguridad, sino que les impide a las corporaciones privadas dar o quitar seguros basados en la salud del enfermo. (Un enfermo de cáncer, por ejemplo, no puede obtener seguro por el hecho de estar enfermo; la seguridad privada recluta y privilegia a los jóvenes y margina a los ancianos.)
La legislación propuesta por Obama no hace otra cosa que poner a los Estados Unidos a la altura de la Europa occidental y de varias naciones de América latina, ninguna de las cuales es fascista o comunista (salvo Cuba). Que sectores importantes de la población norteamericana rechacen esta normalidad moderna no se debe, en efecto, a que ella misma sea fascista, sino a una tradición que desconfía del Estado, cree en los poderes locales y olvida un par de cosas. La primera es que fueron los legisladores republicanos quienes le dieron al presidente Bush un trillón y medio de dólares en exención de impuestos en 2001, a medida que aumentaron los gastos bélicos en el Medio Oriente e Irak, lo que contribuyó a la crisis financiera que debió heredar Obama. Que éste pida novecientos mil millones para la salud, hoy, debe compararse a la pérdida de un trillón y medio, ayer, para liberar de impuestos a los más pudientes. ¡Valerosos legisladores republicanos!
La segunda es que Obama sólo pretende modernizar los Estados Unidos. Modernización fiscal, sanitaria, energética, educativa. Está haciendo todo lo que ya se hizo en las naciones europeas, sin que nadie piense que Sarkozy o Merkel son comunistas. Si fracasa hoy, los Estados Unidos lo pagarán mañana. Esperemos que la política de Barack Obama, lúcida y modernizante, no sea postergada.